Monday, February 20, 2006

IV Sonia Feijoo

Nació unos diez años antes de la gran guerra. Sus padres, hermanos, abuelos y demás parientes perecieron el mismo día, arrancándole al unísono los colores a la vida, y el sístole y el diástole a su corazón. Sin embargo, parecía predestinada a sobrevivir a la catástrofe de los tiempos. Su carácter combinaba la dulzura de la paloma y la astucia de la serpiente. Parecía tener mil manos para socorrer al desvalido y mil ojos para advertir el peligro. Llegó a mi cuando ya lo había abandonado todo.

Ligia vivía al lado mío. Habíamos sido amantes cuando éramos más jóvenes y nadie imaginaba la infelicidad que al mundo deparaba el futuro aciago. Murió entre mis brazos, entre espasmos de dolor y vómito interminable. A ella y a mil personas más, las vi caer como las hojas de un árbol en otoño. Pero esto era una imagen, una metáfora. La enfermedad de la redención comenzó por tenerme en un rincón, defecando abundantemente y arañando las paredes hasta dejar mis huellas dactilares confundidas en costras resecas.

Sonia llegó asustada, con sus ojos de ciervo desamparado, buscando un refugio o un acento familiar, o ambas cosas a la vez. En lugar de ello, me halló hecho un ovillo, repasando mentalmente mis desventuras, tratando desesperadamente de escapar a aquella realidad absurda.

Como en una guerra no hay más que hacer que sobrevivir. Sonia vino con un trapo y una cubeta llena de agua -que trajo limpia de quién sabe dónde-. Primero me aseó ligeramente y después arrojó cantidad de escombros por el vano de la puerta de servicio. Después me dijo que si podía quedarse. Con muy pocas energías y una sonrisa que aún hoy se me antoja estúpida, pude decirle que sí. A partir de entonces, Sonia adoptó mi apellido, Feijoo. Ella es una de los tantos hijos e hijas que me han nacido de esta grande guerra. Pero es la única que me asistió cuando todo lo creí perdido. Si creyera en ángeles, ella sería mi favorita. Sonia, la dulce como paloma.